Artículos. Casos y recortes clínicos.

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Acompañantes terapéuticos, esos desubicados

Acompañantes terapéuticos, esos desubicados

Por Daniel Katz
Acompañante Terapéutico

Acompañamiento Terapéutico... es correcto el orden de ésta denominación. No es una terapia de acompañamiento. Primero es acompañamiento ... luego, por sus efectos, se verá o no, si fue terapéutico. Efectos las más de las veces constatables, otras veces imperceptibles, y en ocasiones, dudosos. Este difuminado en sus efectos, afirma nuestra posición de acompañantes, pero hace resbaladizo nuestro accionar terapéutico. Cada uno sabrá por su experiencia, por su práctica, lo trabajoso de transformar nuestra labor, en terapéutica. Ocurre alguna vez, que corroboramos los efectos benéficos, algún tiempo después de terminado el acompañamiento. En ésta época donde se le exige a los sujetos rendimiento instantáneo, minuto a minuto, nuestros resultados terapéuticos se desplazan en el tiempo.

Este desfasaje en el tiempo de constatación terapéutica, torna inubicable nuestra acción. Sabemos que tal psicofármaco actúa 4 horas después de su ingesta, o que otro medicamento en un 75% de los casos produce efectos parkinsonianos. Pero nosotros, acompañantes, no podemos prometer tal exactitud en los cálculos de resultados. Somos desubicados temporales.

Acompañantes terapéuticos puros, estudiantes de psicología devenidos en acompañantes, psicólogos acompañantes, laborterapistas acompañantes, musicoterapeutas acompañantes, cuidadoras acompañantes, arteterapistas, cognitivo-conductistas, humanistas, lacanianos, integradoras, promotores de salud, promotores de subjetividad, asistentes, auxiliares, estimuladores, ... todos acompañantes!!! ¿Quienes están en la gran caja del AT? ¿Cuantos hay dentro?. Hagamos lo que hagamos ¿somos todos lo mismo? ¿Quién puede asegurarlo?Difíciles de ubicar en cuanto a formación. Como se ve, nuestro humilde saber hacer de acompañantes, muchas veces va pegadito, paralelo o por fuera de otras prácticas y discursos. Siempre al margen. Desubicados.

El AT nació como una necesidad del discurso médico psiquiátrico, al margen, al lado. Nos hicimos cargo de aquello con lo que el médico ya no podía. Lo cotidiano.

Si desde aquel entonces se habla de encontrar coordenadas para recortar nuestras especificidades e incumbencias, es porque somos difíciles de ubicar en el mapa de las prácticas. Nacimos desubicados.

¿Esto de la desubicación de los acompañantes es una crítica? De ningún modo. Justamente, en parte, es lo que nos permite cierta soltura, cierta artesanía creativa. Poder caminar en zigzag entre los diferentes discursos y prácticas, entre los diferentes encuadres, entre los diferentes casos.

Las tentaciones

Pero ser desubicados, con el tiempo, con la proliferación de la desubicación cada vez más grande en número, trajo como efecto, angustias y tentaciones. La desubicación es el lugar por excelencia para las tentaciones de ubicarnos. El tiempo trajo la tentación de encontrar alguien o algo que nos ubique. Como una Ley general para el AT. Se le pide al poder de turno, al legislador, que nos ubique. Y si hay algo que justamente no le gusta a los poderes, son los desubicados. Pero,¿como armar un grupo con los desubicados? ¿donde nos ponen?. No es una crítica. Solo es la constatación de un fenómeno: al agujero de la desubicación viene a llenarlo el grito de ¡¡¡Que alguien nos ubique, nos reconozca y nos regule!!! ... queremos saber donde estamos parados!!!. Es para tenerlo en cuenta. Cada vez que detectamos un agujero, un vacío, se torna insoportable, angustiante, y surge la urgencia de taparlo o la exigencia de que alguien lo haga por nosotros. Solo es cuestión de tiempo y de número. Teníamos que ser numerosos, es una cuestión matemática. Pasa en todos los ámbitos. Cuando afloran las contradicciones del grupo, que no es otra cosa que un agujero en el ceno del mismo, urge taparlo.

Otra tentación que se posó al rededor del agujero de la desubicación, fue la de los oportunistas, farsantes y simuladores: cursos, cortos, largos, tecnicaturas, tres meses, seis meses, dos años, con la promesa de títulos oficiales, cuando no lo eran. Y también está la tentación de tener una currícula estandarizada, igual para todos, uniforme. Simulacros de formación, que dan la idea de algo sólido, ...suelo firme para los candidatos a desubicados.

Evidentemente, el territorio del AT necesita una señalización para cada caso, siempre fue así. Uno puede constatarlo en la práctica diaria. Un día tomamos dirección hacia la izquierda y a la semana ya estamos girando a la derecha. Señalización que va mutando caso por caso. Y son los casos parte de nuestro GPS. Nuestra errática ubicación nos viene del caso, del equipo, de la supervisión y de la táctica en el momento de decidir

Y también, hay que decirlo, la ubicación nos viene del agujero con el que volvemos a toparnos en cada acompañamiento. Vacío que va desde la más simple soledad y el dolor de existir, hasta el vacío estructural que en los padecimientos mentales graves siempre acechan a la vuelta de la esquina. Agujero que se tapona muchas veces con angustia, alucinaciones, pasajes al acto o delirios por parte de nuestro acompañado/a, con medicación por parte del médico, con el desentenderse muchas veces por parte de la parentela. Nosotros no estamos para taponarlo. Por lo general, acompañamos en la travesía de rodear su circunferencia, medir la distancia, alejarnos, vallar el perímetro, señalizarlo. A veces con palabras, a veces con silencios, a veces poniendo el cuerpo.

Si realmente nos quieren ubicar, nos encontrarán siempre cerca del agujero. Está un poco oscuro por aquí.

Daniel Katz
haciaotropensar@gmail.com
danielkatzat@gmail.com
danielkatzat.blogspot.com

Daniel Katz es:
-Trabajó en APBA (Asociación de Psicólogos de Buenos Aires)
-Estudió formación psicoanalítica en el Hospital de Salud Mental Ameghino
-Estudió Acompañamiento Terapéutico en Acto Terapéutico
-Estudió Acompañamiento Terapeútico en Facultad de Psicologia U









Expositora: Nora Reñones
Acompañante Terapéutico
Docente
Bahía Blanca Provincia de Buenos Aires

 

De la idea de muerte a la idea de vida

El recorte clínico que presentaré a continuación habla de un hombre de 96 años al que llamaré Oscar; viudo, afectado, según indica el informe de su médico psiquiatra, por un trastorno depresivo mayor con ideación suicida de cierto rigor que requiere cuidado y supervisión permanente. Es aquí cuando se me convoca como acompañante terapéutico, luego de conversar con su médico psiquiatra quien indica que el mismo sea semanalmente reforzando algunas horas el día domingo por la tarde.

En una entrevista con su hija, quien no reside en la ciudad, pero viene cada quince días a visitarlo, desde el inicio, muestra preocupación por el estado de salud mental de su padre, pues aclara que el estado clínico es óptimo, prácticamente toda su vida ha sido un hombre saludable, continúa con sus controles médicos cada ocho o nueve meses rigurosamente y los resultados muestran parámetros normales en todos ellos.

Lo describe como una persona activa, sociable, reconocido por su profesión, y que desde prácticamente los veinte años practica golf, deporte que disfruta y conoce a la perfección.

Vuelve a referirse al estado actual: comenta que no sale de su departamento desde hace casi 2 meses, (tiempo que hace que ella está aquí acompañándolo), pero se resiste a salir o hacer algún tipo de actividad, duerme varias horas al día y ha descuidado su aspecto personal.

Aclara que la relación con él nunca fue fácil, por su obstinación y temperamento, agrega que no suele ser un hombre fácil de llevar y reconoce verse limitada para ayudarlo a salir de este estado. Agrega que, en algunas conversaciones con él, éste manifestó su deseo de morir, inclusive le entregó en mano su propia arma. Aunque ella intenta comprender su estado, su padre no puede explicarle lo que siente.

Finalmente accede a contarme que han sido afectados por dos pérdidas familiares, su madre por causa de una enfermedad terminal y su hermano en un trágico accidente. Cree, su depresión se agudizó luego de esta última partida.

En mi primer encuentro con Oscar, quien ya sabía anticipadamente de mi visita, (que al principio resistió), lo recuerdo aún con los más mínimos detalles: al ingresar a su departamento me encuentro a un hombre mayor sentado en su sillón con su sweater bordó, apenas puede ponerse de pie para saludarme, tambaleante, lo ayudo a incorporarse, me da la mano y me mira de pies a cabeza. Le sonrío. Lo saludo, y evito la pregunta formal de rigor de saber cómo estaba; intenté imaginar su estado a grandes rasgos y tenía alguna información sobre su situación. Advertí en su mirada que había allí un hombre que sufría. Me miraba en silencio con su semblante pálido, el ceño fruncido, pensativo, pasándose la mano continuamente sobre su frente, (gesto que continuó realizando durante algún tiempo).

Me presento y le comento de manera sencilla por qué razón me encontraba allí, pues no había escuchado nunca el término acompañante terapéutico ni leído nada al respecto.

Conversamos y coincidimos en el concepto, lo dedujo con esas dos palabras y había encontrado la explicación que manifiesta necesitaba.

Inmediatamente intentó transmitir la intensa angustia que lo aquejaba, “terrible”, la definió, “no se la deseo a nadie”. No es dolor físico, es una extraña sensación, difícil de soportar.  Creo que, agrega,  “todavía no han sido creadas las palabras para definir esta sensación”. Fue suficiente para mí, pues entendía que allí había un sujeto con un padecimiento, como define Kovadloff, que lo avasallaba y “lo destituía como tal”. Tallado por la angustia permanente. Un hombre abatido.

Sabemos el desgarro que provoca la enfermedad psíquica, que vulnera y amenaza más aún la subjetividad.  Debía como AT tramitar esa angustia como verdad que debe ser escuchada y saber poder hacer con el dolor que lo atravesaba.  Intentaría en cada encuentro descubrir y despertar sus intereses y deseos arrasados por la angustia que lo aquejaba, y estaba dispuesta a escuchar a Oscar en su desolación.

Las visitas de su hija, no resultaban del todo favorables. Se advertía cierta incomodidad en él y hasta cierto cambio de actitud y predisposición cuando ella estaba presente. En una de ellas, me comenta al oído que me fijara bien  que su hija no lo miraba, “lo observaba”. Y en mí, la mirada era un requisito indispensable. Con el transcurrir del tiempo estas diferencias entre mirada y observación se volvieron más notables.

Advertía que la descripción que me brindó su hija en la entrevista inicial hablaba sobre la relación entre ambos y que no reconocí en mi acompañado. Haberla tenido en cuenta hubiese sido como en cada acompañamiento, un entorpecimiento para el proceso transferencial.

En uno de los encuentros me comenta con cierta timidez que no está conforme con su psiquiatra, al que acude hace años y cree que la medicación no estaba surgiendo el efecto deseado. Siente que el profesional no le da la importancia que él necesita y no se siente escuchado, más bien “despachado” de su consultorio: darle importancia y ser escuchado, es lo que estaba demandando.

Decidió cancelar el próximo turno y eligió otro profesional para que lo acompañe en este proceso.

La cercanía de su domicilio a la del consultorio favoreció la primera salida después de dos meses de encierro.

Me aseguré que estuviese con disposición para salir, se mostraba algo intranquilo. Lo animé.Suspiró. Tomó su bastón y su gorra infaltable en cada salida, se miró al espejo, lo tomé del brazo y partimos. El primer trayecto en silencio, luego aparecieron charlas sobre el otoño y el gusto de pisar las hojas secas esparcidas en la vereda, comentaba  sobre cómo iba vestida la gente que pasaba a nuestro lado, “no podía comprender cómo los jóvenes podían llevar puesto esos jeans rotos,  y andar así por la vida, “ la moda del mal gusto” la llamaba.

Con sus casi 97 años y recordando la elegancia predominante de su época con hombres trajeados, el uso de sombreros y gominael contraste era inevitable. Lo percibía y observaba cada detalle, un rasgo característico en él. De aquí en adelante la caminata diaria se hizo habitual. Salvo en aquellos días donde prefería permanecer dentro y realizar alguna actividad de su agrado: entre las elegidas compartir alguna película que luego comentábamos, mostrarme alguna ópera que iba detallando y describiendo en cuanto a escenografía, música, compositores y cantantes líricos. Su conocimiento era extraordinario. Y yo, por supuesto lo recibía con agrado. (Estos momentos fueron parte de su recuperación).

Hubo cambio de medicación, un antidepresivo de gran eficacia al cual respondió exitosamente y fue el puntapié inicial para su recuperación. La predisposición del nuevo psiquiatra hacia Oscar fue agradecida por éste y surgió de inmediato una gran admiración por él; nos permitió acceder a su biblioteca personal con más de dos mil quinientos volúmenes y la galería de cuadros y pinturas que creaba como hobby. Era uno de los temas de conversación en la semana. No dejaba de sorprenderse.

Los  cambios positivos en su estado pasado un mes del inicio del nuevo tratamiento fueron asombrosos:  la aparición del color rosado en su semblante, el brillo en su mirada, el humor  y la picardía que estaban  asolapadas.

Mirarse al espejo nuevamente, volver a su cuidado personal. Afeitarse, peinarse y colocarse loción antes de cada salida eran indicadores que yo celebraba por dentro. Algo estaba cambiando, algo positivo estaba sucediendo.

 Su voluntad y  deseo me permitieron ir descubriendo los intereses y las habilidades innatas de Oscar: su admirable inteligencia, amplio bagaje cultural, la capacidad de observación y la facilidad para la escritura, casi poética, la pasión por la música clásica, el conocimiento biográfico  sobre diferentes compositores y obras, la lírica y óperas conocidas mundialmente, su gusto y disfrute por el golf. Confieso mi desconocimiento sobre estos  temas; sin embargo logró transmitirme  y contagiarme su pasión. Y esta predisposición e interés de mí hacia su persona y sus propuestas se fueron transformando en recursos terapéuticos. La subjetividad estaba poniéndose de manifiesto, se asomaba tímidamente. Y era él el artífice de su propia recuperación.

Permitirme acceder a su espacio que lo definía como identificatorio, el cuarto de biblioteca repleta de tomos, colecciones y libros que leía hasta altas horas de la noche. Ejemplares que me eran referenciados y recomendados. Elegía alguno para comentarlo en cada encuentro. Intercambio de obras literarias,a las que yo sumaba mis menciones de los leídos y rescatados por mí por su riqueza literaria. En este punto nos unían la pasión por la lectura. Fue un punto coincidente. Estas eran tardes a disposición de ese proceso de recuperación anhelado por ambos.

 Los diálogos se volvieron ricos, en forma y contenido. Profundos, reflexivos, incluyendo temas existenciales y filosóficos, daban origen a la duda, que en él producía cierto desconcierto pero lo desafiaba a querer saber e indagar sobre cada tema que desconocía.Descubrió que la búsqueda de información y datos a través de internet tenían una riqueza asombrosa ,también fue una herramienta de gran utilidad para desandar el camino de la angustia.

Agradecía mi mirada y la escucha, sin saber que eran dos recursos indispensables en el proceso de acompañamiento terapéutico.Con el tiempo su hija también fue comprendiendo que había otra manera de estar presente y pudo redescubrir nuevamente a su padre.

Lentamente la recuperación de Oscar y su entusiasmo para reiniciar sus salidas y actividades iban borrando lentamente aquella imagen del primer encuentro. Del hombre abatido, donde la idea y deseo de muerte estaban latentes. Donde como hacen referencia Kuras Mauer y Resnizky…” El dolor devora, hace muy difícil soportar el desamparo y la realidad de la vida misma…”.

Como AT debía continuar legitimando el sufrimiento ,darle algún sentido a ese dolor que aún estaban latentes y Oscar me estaba brindando algunas herramientas, la propia subjetividad que estaba abriéndose camino, con su deseo y habilidades que serían transformadoras de la realidad con la que empezaba a reencontrarse. Era él mismo nuevamente, el que su hija me había descripto en la primera entrevista y el que deseaba volviera a aparecer.

El reencuentro con sus amistades en una confitería céntrica, los días martes, fue una acción concreta de recuperación.

Pudo empezar a tramitar positivamente el dolor que le causaron aquellas pérdidas tan cercanas.

Ya fortalecido, con una transferencia consolidada hacia mi persona, resignificamos el concepto de muerte de manera positiva y sanadora. Pudimos hacerla palabra y recordar a sus seres queridos con orgullo, en medio de anécdotas y buenos recuerdos. Pudo hablarla y tramitarla ya no desde la desolación y la opresión sino desde la esperanza del reencuentro; pues nunca había pensado en ello y fue a través de la incorporación de diálogos abiertos a cerca del destino, sobre la existencia de Dios y de la duda que se le generó en cuanto la idea de la vida más allá de la muerte, que le permitieron pensarse nuevamente juntos.

Los recursos para el acompañante terapéutico se vuelven legítimos y valiosos cuando los mismos se ponen en el camino para favorecer el proceso de recuperación, mejorar la calidad de vida, devolver la esperanza perdida, aliviar el dolor psíquico que tanto entorpece y paraliza abriendo nuevamente la posibilidad de ser y de vivir.

Dos años. Y la satisfacción de haber acompañado a quien en el encuentro diario  fue enriqueciéndome y del que fui aprendiendo mutuamente.

*Este trabajo es presentado a manera de recuerdo y homenaje a Oscar quien ya no está físicamente entre nosotros.

  BIBLIOGRAFIA:

Mauer, S. K. (2006). Metapsicología del acompañamiento terapéutico. Actualidad Psicológica, 2-5.

Resnizky, S. K. (2009). Acompañantes Terapéuticos. Actualización teórico-clínica. Buenos Aires, Buenos Aires., Argentina: Letra Viva.

Zukerfeld, R. (Octubre de XXXI (2006)). De la vulnerabilidad a la resiliencia:el papel del acompañamiento terapéutico. Actualidad Psicológica.(346), 7-9.

     https://www.pagina12.com.ar/diario/psicologia/9-3080-2002-03-21.html

I.Ningún doctor escuchó llorar al viejo

Un examen de la tendencia de la sociedad actual –y de la profesión médica– a no escuchar el sufrimiento y el deseo de los viejos y a ofrecerles, en cambio, algunas pastillas "para alargar la vida".

Por Susana Wortman *

Michel Foucault, al historiar la medicina, afirma que en otro momento lo que se le exigía era dar a la sociedad hombres fuertes, capaces de trabajar; el acento estaba puesto en asegurar la constancia de la fuerza laboral. En la actualidad la medicina, a través del consumo, se relaciona con la economía: la salud es un producto que puede ser fabricado por laboratorios y médicos, y consumido por los enfermos posibles y reales. El mismo autor observa que la educación actúa sobre el nivel de vida en una proporción dos veces y media mayor que el consumo médico: para favorecer una vida más larga, es preferible un mayor nivel de educación antes que un mayor consumo médico. Se ha demostrado que el nivel de consumo médico y el nivel de salud no guardan una relación directa.
Pero la sociedad actual incita al consumo de sustitutos y el mercado farmacéutico ofrece recuperar el bienestar perdido, el sueño, la memoria, la energía, detener el “envejecimiento”. A veces estas sustancias son elogiadas por profesionales universitarios en programas televisivos; de esa manera se legitima un fetiche y se instala la “farmacofilia”.
La biomedicalización del envejecimiento implica la interpretación social del envejecimiento como un problema médico, y desde esta interpretación propicia prácticas y políticas. Este modelo, hegemónico en la medicina, está sostenido por un sistema de creencias que abarca a la familia y amigos del sujeto envejeciente. Hay una convicción muy fuerte en cuanto a que el consumo de servicios y tecnología médica cada vez más costosos puede solucionar los problemas de esta etapa de la vida. Claro que este modelo no contempla los problemas ambientales, sociales y económicos implicados en la etiología de las enfermedades.
También se observa una acentuada incapacidad de la población para soportar el sufrimiento, lo cual ejerce presión sobre el médico para resolver el problema con medicamentos. Es frecuente que los viejos no tengan conciencia de los factores emocionales que intervienen en sus síntomas físicos, lo cual hace alianza con el profesional, que en muchos casos no dispone de tiempo para escuchar lo que les pasa y termina rápidamente la consulta extendiendo de la receta.
La medicalización conduce a que los individuos pierdan la capacidad de asumir su condición y de hacer frente por sí mismos a ciertos acontecimientos, como en el caso de los duelos normales, donde, cuando se opta por medicarlos, se confunde tristeza con depresión.
Haydée Andrés (“Uso racional de psicofármacos en psicogeriatría”, Revista Argentina de Geriatría y Gerontología, Nº 15, 1995)advierte que, con frecuencia, expresiones normales de salud son significadas por los profesionales como síntomas de enfermedad. Muchas veces, cuando un viejo llora, se lo rotula con “incontinencia”, “labilidad emocional” y aun como “demente”. Es alarmante la rigidez con que llega a aplicarse el modelo médico, sin dar lugar a una escucha que no debiera ser exclusiva de los psicoterapeutas. Siguiendo la concepción según la cual la enfermedad es “algo”, un mal del cual el paciente es víctima y del que ha de ser liberado, el médico y el paciente establecen una relación que se organiza alrededor de ese algo que uno padece y sobre el que otro actúa pero que, esencialmente, sería ajeno a ambos.
Es importante que el médico pueda aceptar la oferta de síntomas que le hace el paciente sin excluir prejuiciosamente ningún canal de expresión -somático, mental, familiar o social– e incluyéndose a sí mismo en el campo dinámico que se configura. Muchas veces el viejo llega al médico en busca de apoyo, viéndolo como la única posibilidad de contención, cuando no pudo superar su aislamiento o la familia y las redes comunitarias respondieron con la indiferencia o la marginación. Entablará así con “su” médico una relación de dependencia, se ubicará como objeto de sobreprotección. Si el médico acepta esta condición –o la impone– secreará una relación asimétrica, con las decisiones exclusivamente del lado del profesional, catalizando así el proceso de medicalización.
Cummings y Henry (citados por L. Salvarezza en Psicogeriatría. Teoría y Clínica, Paidós, 1996) desarrollaron la “teoría del desapego”, según la cual los individuos que envejecen se van apartando progresivamente de toda clase de interacción social y consideran que este fenómeno es normal, universal, inevitable e intrínseco. Esta teoría sigue sustentando consciente e inconscientemente, la conducta hacia los viejos por parte de muchos profesionales, familiares y amigos, que consideran el progresivo apartamiento de sus actividades como un normal paso de preparación para la muerte. De esta teoría surge la idea que los viejos son asexuados, y en caso que manifiesten deseo sexual se lo toma como anormal.
Este prejuicio está muy arraigado en los profesionales como en la sociedad en general, y es vinculable con el “viejismo”, concepto introducido en nuestro medio por Leopoldo Salvarezza: el sujeto que envejece se enfrenta con una discriminación, una desvalorización social producto de un modelo cultural que define la vejez como una etapa de decadencia física y mental. Este prejuicio hace que la vejez sea considerada como algo ajeno a nosotros, impidiendo prepararnos para enfrentar el propio envejecimiento.
Aquellos médicos que estén advertidos de estas cuestiones podrán tomar en cuenta aspectos como la sexualidad del viejo, sus gustos alimentarios, sus hábitos, su actividad física, sus intereses; antes de recetar un psicofármaco para combatir el insomnio, averiguarán como es el día del viejo, en qué utiliza su tiempo, si hace algo que le da placer, si tiene amigos, cómo es su entorno familiar.
La elaboración intrapsíquica de las transformaciones de la vejez depende de la capacidad para modificar sus aspiraciones; se pone en funcionamiento un trabajo de duelo. Pero otra respuesta posible es la retracción narcisista: el sujeto se aísla, rechazando toda posibilidad de investidura, lo cual facilita la aparición de síntomas somáticos. Según Fishbein (“Los procesos somáticos en la vejez”, en El envejecimiento. Psiquis, poder y tiempo, Eudeba, 2001), “la regresión narcisista a la que lleva la injuria del decaimiento energético toma al cuerpo como objeto, redoblando la preocupación por el mismo”. El cuerpo es objeto de atención y de miradas, pero estas miradas tienen que ver con la enfermedad, no con el erotismo: “Se constituye en un cuerpo de necesidades impostergables antes que en la sede del deseo”.
Cuando, en cambio, este repliegue sobre sí mismo tome características de reminiscencia, se favorecerá un adecuado proceso de envejecimiento. Según Graciela Zarebski (Hacia un buen envejecer, Emecé, 1999), se trata de “un trabajo de enlazar pasado, presente y futuro, de reescribir la propia historia, resignificándola a partir de un presente que, a fuer de menos trabajos, productivos y reproductivos, y de menor energía física para realizarlos, resulta favorecido en tanto es trabajo psíquico y cuyo producto es la renovación incesante del campo representacional”. Aceptar la vejez requiere conservar la alianza con la generación pasada, a la vez que ceder a favor de la nueva.
Para concluir, resulta evidente que la falta de sostén familiar, el aislamiento, la falta de un proyecto de vida y la carencia de redes sociales contribuyen a reforzar la medicalización de la vejez.

* Psicóloga. Coordinadora de Talleres para Adultos Mayores del Programa de Extensión Universitaria de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA. Texto extractado del trabajo “Aspectos psicológicos del envejecimiento”.

“Yo era sus ojos”

La práctica del acompañamiento terapéutico –desarrollada en la Argentina en las últimas décadas, en relación con nuevas perspectivas en salud mental– vale también para pacientes oncológicos terminales: una joven profesional relata, con matices conmovedores, la experiencia de su pasantía.

 Por Vivian Woodward *

Opté por realizar mi pasantía de acompañamiento terapéutico con pacientes oncológicos, específicamente en cuidados paliativos. En el marco de un equipo interdisciplinario para el abordaje de pacientes oncológicos, la médica especialista en oncología me presentó el caso: nuestro paciente, a quien llamaré Juan, de 63 años, ex alcohólico, padecía cáncer de esófago-cuello. Había sido intervenido quirúrgicamente en diciembre de 2009 y se nutría mediante balón gástrico, una especie de sonda conectada a su estómago, por donde le llegaba el alimento con una textura de papilla. Como consecuencia de esa alimentación, de haber recibido la primera quimioterapia y otros tratamientos, Juan había descendido notablemente de peso, presentando un cuadro de desnutrición. Su médica me contó también que él ponía de manifiesto su angustia a lo largo de períodos de depresión. La depresión suele sumarse al cuadro doloroso. Juan presentaba un cuadro de dolor total como lo define Cicely Saunders: dolor definido desde el conjunto de los factores psicológicos, sociales, espirituales, económicos y otros.

El primer objetivo era que Juan aumentara de peso; esto permitiría practicarle la segunda quimioterapia; en relación con esto, se procuraba animarlo a comer un caramelo o a tomar agua con limón (él decía que le caía mal) para así poder estimular sus papilas gustativas. Desde hacía nueve meses Juan no ingería ningún alimento sólido por la boca; sólo tomaba agua y té con leche por medio de jeringas descartables (a modo de mamadera). El paciente estaba internado desde diciembre de 2009 en un área de rehabilitación que tiene PAMI en el hospital.

La doctora me advirtió que Juan era un hombre de carácter fuerte, que se enojaba con facilidad con enfermeras y doctores. También solía hacer preguntas directas, como por ejemplo si se moriría o cuánto tiempo le quedaba. De todos modos, tanto Juan como su familia –un hermano y una hermana– habían aceptado la presencia de un acompañante terapéutico.

Al día siguiente, fui a presentarme a Juan. Era una tarde de septiembre. Cuando caminaba hacia el hospital sentí mucha ansiedad; después, en supervisión, entendí que es común a todos los acompañantes terapéuticos: ansiedad, incertidumbre, uno se enfrenta al miedo de que tal vez no pueda llegar al paciente, de no estar suficientemente capacitado, uno siente que todo lo leído no alcanza; después entendí que lo leído nunca alcanza, que sólo sirve de base. Juan estaba en una sala con varias personas más. Me acerqué a su cama y lo desperté. Le dije que yo era la persona de quien le había hablado la doctora, que estaba ahí para lo que él necesitara. Charlamos de fútbol, de folklore. Mis preguntas estaban dirigidas para ver si podía pescar en su discurso cuál era su deseo pero, en realidad, confieso, prevalecía mi deseo de encontrar la puerta que me acercara a él. Juan se despidió y me pidió que volviera el sábado a la tarde. Los fines de semana era cuando menos lo visitaban.

Volví el sábado, como habíamos acordado. Cuando se trata con pacientes graves, que tienen una tolerancia mínima a la frustración y a quienes no se les puede fallar, los que podrían pasar como detalles intrascendentes, el atraso de unos minutos, un cambio de horario o una ausencia sin aviso, suelen generar en el paciente intensas reacciones de odio. Estas pueden ser autodestructivas –por considerarse culpable y merecedor de esos “castigos”– o heterodestructivas –porque reviven situaciones primitivas de abandono y reaccionan actuando, vengándose, atacando los vínculos–. Es fundamental mantener en forma estricta el compromiso asumido, porque el paciente nos pone permanentemente a prueba. Necesitan comprobar una y otra vez que cuentan con la presencia, el apoyo y la escucha del acompañante (Marcos Gómez Sancho, Aspectos emocionales del dolor del cáncer).

A lo largo de nuestros encuentros, hubo días difíciles: “Hoy estoy muy cansado”, “Tengo sueño”, “Si quiere quédese veinte minutos”... Después de algunos encuentros, me fui acomodando a las idas y vueltas que el paciente me iba planteando. Más allá de todo esto, siempre me pidió que volviera. Fue de suma importancia la supervisión, me daba seguridad cuando no sabía si el camino que había tomado era el correcto. Cuando Juan me decía que estaba cansado le decía que lo entendía y que no había problema, que descansara y que yo me quedaría a su lado por si necesitaba algo. Pasé tardes mirándolo dormir; me preguntaba cómo habría sido su vida antes de la internación, de qué trabajaría, dónde viviría. Nadie sabía sobre su vida, ni las doctoras ni las enfermeras, él no hablaba de su pasado. Pensé que tal vez, en una etapa más avanzada de nuestro vínculo, lograría abrirse.

En uno de nuestros encuentros, le pregunté por una rosa que tenía en un vaso al lado de su cama. Me contó que se la había traído la señora de la limpieza de la sala, para llevársela a la Virgen en la capilla del hospital. Le pregunté si le gustaría que la próxima vez le trajera un ramo de flores para que se la lleváramos juntos a la Virgen. ¡Sí!, me contestó enseguida. Hablamos de flores, de cuáles le gustaban más. Y me desafió: a ver si yo tenía tanta fuerza como para servirle de apoyo para caminar hasta la capilla. Al próximo encuentro llegué con el ramo de flores para la Virgen, pero el tiempo estaba feo como para arriesgarnos a tomar frío camino a la capilla.

Juan, que desconfiaba de médicos y enfermeras, poco a poco empezó a confiar en mí.

En este tiempo, Juan pudo realizar la segunda quimioterapia. El deseaba volver a su casa y esta quimioterapia significaba que ese objetivo estaba más cerca.

Se le explicó que tal vez pudiera esperar un poco más, a estar un poco más fuerte para esta quimioterapia, pero él decidió que quería arriesgarse. Acá podemos ver que se cumplió con uno de los derechos del enfermo terminal, el de decidir sobre su tratamiento.

Por efectos de la quimio, él no se sentía bien. Estaba preocupado porque le habían retirado el alimento: llamé a la doctora y me explicó que todos los nutrientes que él necesitaba estaban en el suero; se lo expliqué a él y se quedó más tranquilo, pero una y otra vez me pedía que le dijera si las gotas del suero caían. En este tiempo, yo era sus ojos.

Los pacientes necesitan comprobar una y otra vez que cuentan con la presencia, el apoyo y la escucha del acompañante. Juan, preocupado por su tratamiento, veía en mí su intermediario ante los médicos y las enfermeras. Hablábamos sobre los síntomas que desencadena la quimio.

Tal como le había prometido el sábado, volví el domingo con un nuevo ramo de flores para la Virgen; eran el símbolo de nuestra esperanza de que pudiéramos ir juntos a la capilla. Pero me dijo que se sentía mal, y lo vi mal. Me pidió que le avisara urgente a la doctora, y la llamé. Podía ver en su cara que era un dolor real. Me quedé con él, lo ayudé a reincorporarse, le di agua y esperamos a la doctora. Mientras tanto la médica de guardia lo revisó, indicó calmantes y empezó a suministrarle oxígeno mediante una máscara. Como siempre ante un cambio, desconfió; decía que esa máscara lo ahogaba. No entendía cómo funcionaba ese aparato, por qué tenía una bolsa. Le propuse que la examináramos, y me la probé yo. El vio cómo era y se quedó más tranquilo. En esa situación yo pude actuar como referente para él.

Volví a verlo más tarde y me recibió con una gran sonrisa, estaba más tranquilo. Charlamos, me pidió agua helada y que le dejara preparadas varias inyecciones de agua. Lo tomé de la mano. Me explicó que él no me apretaba más fuerte porque la mano le había quedado hinchada de cuando lo habían canalizado. Me despedí hasta el día siguiente. Me pidió que, aunque estuviera dormido, no dejara de avisarle cada vez que llegara.

Ese fue el último día que lo vi despierto. Toda esa semana, cada tarde que fui a verlo, él estaba dormido, pero yo le avisaba que había llegado. Finalmente falleció.

Juan me enseñó de qué se trata acompañar: acompañar sin prejuicios, sin saber de su pasado, acompañar día a día. Me enseñó que en la teoría puede haber muchos objetivos, pero que el más importante es la contención, la escucha, poner el cuerpo. Me enseñó a hablar otro lenguaje, el simbólico, el de los gestos. Su mirada y su sonrisa, su apretón de manos, me dijeron lo que tenía que saber.

* Texto extractado del trabajo final presentado por la autora como alumna del Curso de Acompañante Terapéutico de Asociación Línea Vida, Bahía Blanca; incluido por la Asociación de Acompañantes Terapéuticos de la República Argentina en el VI Congreso Internacional de Acompañamiento Terapéutico, que se realizará en Buenos Aires del 10 al 12 de noviembre próximo.